Editorial por Ximena Moya.
El cambio climático es, sin lugar a dudas, uno de los mayores desafíos que enfrenta la humanidad en este siglo. Sus efectos ya son palpables en todo el mundo: olas de calor más intensas, sequías prolongadas, inundaciones devastadoras y una crisis hídrica que golpea con especial dureza, a Chile. Sin embargo, frente a esta realidad apremiante, también emerge una certeza: todos tenemos algo que aportar a la mitigación de esta crisis.
Durante años, el discurso sobre el cambio climático se ha centrado en las decisiones de los gobiernos y las acciones de las grandes empresas. Aunque estas son, sin duda, piezas clave del sistema, se olvida que los ciudadanos desempeñamos un rol crucial en esta batalla: Nuestros hábitos, participación y decisiones son las que determinan el curso de lo que se deja de hacer. Desde la manera en que consumimos, nos desplazamos y gestionamos los recursos naturales, cada acción cuenta.
Un ámbito donde esta participación es especialmente relevante es en la gestión del agua. En Chile, un país que enfrenta una crisis hídrica sin precedentes, la ciudadanía tiene la oportunidad de liderar el cambio mediante un uso más responsable y consciente del recurso. Reducir el desperdicio en el hogar, recolectar agua de lluvia para actividades no potables o participar en iniciativas locales de protección de cuencas son acciones que no se reflejan en un sólo nombre, pero que tienen un impacto significativo cuando se multiplican a nivel comunitario.
La academia también juega un papel fundamental, al generar conocimiento y desarrollar soluciones innovadoras. Proyectos como la restauración de ecosistemas degradados, la promoción de infraestructura verde y la investigación sobre energías renovables son ejemplos de cómo la ciencia puede aportar herramientas valiosas para enfrentar los desafíos climáticos. Sin embargo, estas iniciativas requieren el apoyo y la colaboración de la sociedad civil para multiplicar su impacto.
El sector privado, por su parte, tiene la responsabilidad de transitar hacia modelos de producción sostenibles que reduzcan las emisiones de carbono y promuevan el uso eficiente de los recursos. Pero no solo eso: también puede inspirar cambios positivos al incorporar a sus trabajadores y consumidores como parte del desarrollo sostenible, desde el inicio hasta el fin de la cadena productiva.
En el ámbito local, las comunidades tienen un potencial transformador. Iniciativas como la protección de humedales, la reforestación de cuencas y los proyectos colaborativos, como los atrapanieblas en la región de Coquimbo, son ejemplos concretos de cómo el esfuerzo colectivo puede marcar la diferencia. Estas acciones también refuerzan el tejido social y fomentan un sentido de responsabilidad compartida frente a un problema global.
El cambio climático no discrimina fronteras o ideologías. Sus impactos afectan a todos, no obstante, afectan de manera distinta, los sectores más vulnerables suelen ser los más perjudicados, menos espacios verdes urbanos, menor sombra y aire limpio, mayor temperatura ambiente. Por ello, la acción climática no debe ser vista como una tarea exclusiva de los gobiernos o las elites. Al contrario, es un esfuerzo que requiere la participación activa de todos los sectores de la sociedad.
Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar. Desde cambiar nuestros hábitos diarios para reducir el consumo de agua y de energía, hasta participar activamente en las decisiones por una mayor justicia climática. En lugar de caer en la desesperanza, debemos traer al frente que nuestra acción cuenta.
El momento de actuar es ahora. La crisis climática no es un desafío que podamos aplazar para el futuro. Cada día que pasa sin tomar medidas vuelve la situación más crítica. Y a la vez, cada día es una oportunidad para hacer las cosas de manera diferente y construir un futuro más sostenible para las generaciones que vienen. Llegó el momento de saldar nuestra deuda.